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¡Que alguien me explique!

La última de Porfirio

Se fue uno de los últimos grandes de la política en México, Porfirio Muñoz Ledo, un hombre inteligente, congruente, íntegro, incansable y honesto. Murió en la raya, luchando como siempre por perfeccionar nuestra democracia

Por Ramón Alberto Garza

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Se fue uno de los últimos grandes de la política en México, Porfirio Muñoz Ledo, un hombre inteligente, congruente, íntegro, incansable y honesto. Murió en la raya, luchando como siempre por perfeccionar nuestra democracia.

Fue constructor en primera fila de los tres más importantes quiebres políticos de las últimas cuatro décadas en nuestro país

Promotor con Cuauhtémoc Cárdenas del quiebre del PRI para emerger en 1987 como la Corriente Democrática que se transformaría en el PRD. 

El quiebre del Cambio para sumarse en el 2000 -sin condiciones- a la transición con el PAN y con Vicente Fox.

Y el quiebre del PRIAN, al ser uno de los artífices en la creación de Morena y uno de los apoyos más sólidos de la llegada de Andrés Manuel López Obrador a Palacio Nacional, con quien por su congruencia -y frente a la traición- terminó confrontado.

Viví el privilegio de más de cuatro décadas de su amistad siempre generosa, siempre inteligente, siempre retadora. Y en el último año intensificamos esa cercanía lamentando el desvío de López Obrador del original proyecto de Nación, pero, sobre todo, buscando un derrotero nuevo que devolviera a nuestro México por la ruta de la esperanza, siempre en el marco de la democracia.

Que no sea hipócrita el presidente López Obrador con su “sentido pésame” a la partida de Muñoz Ledo.

Durante los últimos años, el inquilino de Palacio Nacional se dedicó a escupirle en la cara al hombre que tuvo el privilegio de entregarle en 2018 la banda presidencial en su histórica y esperanzadora toma de posesión.

Pero el pago que recibió este arquitecto de la democracia del pérfido mandatario fue primero operar para impedirle que mantuviera la presidencia de la Cámara de Diputados. Al presidente López Obrador no le gustaban sus cuestionamientos y, sobre todo, que no fuera incondicional para sacar adelante sus caprichos.

Luego, el dueño de las mañaneras se dedicó a obstaculizar la lucha de Muñoz Ledo para ser dirigente de Morena. No sería tan dócil y obsequioso como Mario Delgado. 

Y, por último, la más deplorable de todas las traiciones, la de robarle -sí, robarle- el merecimiento de la Medalla Belisario Domínguez a sus enormes méritos como mexicano. Su “amigo” López Obrador dictó línea a los senadores de Morena para que lo boicotearan y se diera la medalla a otra digna merecedora, la escritora Elenita Poniatowska. 

En la última comida que tuvimos en nuestro lugar de siempre, en nuestra mesa de siempre en el Hunan, Porfirio lamentó con lágrimas en sus ojos la bajeza de Andrés Manuel para regatearle el merecido galardón. “No te lamentes, querido Porfirio. Le sobra la envidia porque jamás va a aceptar que eres más congruente, más íntegro y más honesto que él. Pero, sobre todo, jamás te perdonará que, como todos los demás, jamás te sometiste a sus caprichos, mucho menos que no callaste frente a sus desatinos y traiciones”.

Y entonces me confesó el que quería que fuera su último proyecto antes de morir. “Quiero que, así como en su momento logramos con Cuauhtémoc Cárdenas escindir del PRI a la Corriente Democrática -me dijo- podamos hacer lo mismo en Morena. Debemos crear una Corriente Democrática con aquellos que ya se dieron cuenta de las intenciones del tirano. Cómo me gustaría que Marcelo (Ebrard) y (Ricardo) Monreal se atrevieran”.

El drama de los últimos días de Muñoz Ledo fue que su salud no correspondía a la vitalidad que exhibían sus inquietas neuronas. Brillante como nunca, imparable como siempre, no hablaba desde el rencor ni desde la ira. Como muchos, lamentó los equívocos de las transiciones de Fox y de López Obrador, pero aceptaba su parte de culpa. “¡Cómo nos fuimos a equivocar de esta manera, cómo fuimos a echar por la borda tantas esperanzas de tantos mexicanos!”.

De su integridad puedo dar fe, cuando en el 2003, Porfirio se presentó en mi oficina de la vicepresidencia de El Universal para decirme, con enorme pena, que no tenía los ingresos más básicos para subsistir. “No vengo a pedir un favor, sino un empleo con el que me pueda ganar algo, mientras paso este mal momento”. Y con la generosidad de Juan Francisco Ealy Ortiz, el presidente y dueño del diario, se le abrió un espacio editorial que siempre desquitó con enorme lucidez. Cuarenta mil pesos mensuales le eran suficientes para vivir en su justa medianía.

Por supuesto que, en su paso como secretario del Trabajo, secretario de Educación, presidente nacional del PRI, del PRD, diplomático en Naciones Unidas y en la Unión Europea, además de tribuno ejemplar en la Cámara de Diputados y en el Senado, vivió sus momentos grises. Nadie es perfecto, más allá del balance que entregas en el último día de tu vida. Y el de Porfirio se enlista en lo ejemplar. Su insultante inteligencia en ocasiones lo desbordaba.

No sé si hoy lloro la partida del amigo o la pérdida del gran mexicano que siempre supo anteponer en su quehacer político el deber ser, a las urgencias de su ser. De esos de los que ya muy pocos existen.

Hasta pronto, querido Porfirio. Ya nos encontraremos en algún lugar para tomarnos unos “martinis sucios”, como los que en los 80 me enseñaste a degustar en el bar del hotel Plaza, allá en el Nueva York que conocías como la palma de tu mano. Descansa en paz.

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