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Culiacán, el quiebre

Lo que sucedió ayer en Culiacán fue el gran quiebre. Es la prueba más clara de que el Estado mexicano ya no detenta el monopolio en el uso de la fuerza.

Por Ramón Alberto Garza

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Lo que sucedió ayer en Culiacán fue el gran quiebre. Es la prueba más clara de que el Estado mexicano ya no detenta el monopolio en el uso de la fuerza. Hay otros más poderosos que lo ejercen desde la ilegalidad.

Los mexicanos fuimos atónitos testigos de cómo el Ejército Mexicano, la Marina y la Guardia Nacional se vieron rebasados, insuficientes e impotentes para retener la captura de Ovidio Guzmán, el hijo de El Chapo.

La narco-armada sinaloense desafió al Estado mexicano y lo obligó a liberar y entregarles al delincuente que tiene no solo órdenes de aprehensión, sino de extradición.

Y lo dramático, que los ciudadanos de Culiacán son desde ahora, oficialmente, rehenes de un Narco-Estado que ya demostró que son los que dictan las reglas del juego por encima del gobierno. Si se quiere sobrevivir hay que tolerarlos y aceptarlos.

Para los detractores del gobierno de la Cuarta Transformación lo que se vivió ayer en Culiacán fue la más patética muestra de que la estrategia del nuevo gobierno, Guardia Nacional de por medio, es fallida.

Fueron meses en los que los servicios de inteligencia ubicaron al hijo de quien fuera el capo más peligroso del planeta. Lo cercaron, lo detuvieron, pero fueron incapaces de retenerlo. Se los arrebataron por la superioridad númerica y por la estrategia de abrir frentes de violencia por toda la ciudad.

Para quienes definenden lo que ayer se vivió en Culiacán advierten que se trató de una sabia decisión de Estado.

Que el presidente Andrés Manuel López Obrador y su Gabinete de Seguridad asumieron el mejor camino para impedir el río de sangre y no caer en una provocación descomunal.

Si acaso se pecó de impericia para calcular la potencia del enemigo, que si somos claros creció al amparo de los regímenes de Vicente Fox y Felipe Calderón, cuando algunos de sus jefes de seguridad se dedicaron a proteger a Joaquín “El Chapo” Guzmán.

Quizá por ello acabaron sacrificando en cuestionables accidentes aéreos a un secretario de Seguridad –Ramón Martín Huerta- y a dos secretarios de Gobernación –Juan Camilo Mourino y José Francisco Blake.

El poderío del Narco-ejército que ayer sitió Culiacán viene desde aquella paz negociada en los últimos tres sexenios. No es producto de los 10 meses de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Y si esa Narco-Guardia Nacional salió ayer de su guardia para mostrar los dientes, fue precisamente porque el nuevo gobierno se metió en su madriguera, desafiante, a capturar a uno de los suyos.

Curioso que este primer gran golpe a la estrategia de Seguridad del gobierno de la Cuarta Transformación se de el día que los mexicanos estamos conociendo de la caída de Carlos Romero Deschamps, uno más de los pilares políticos y financieros del viejo sistema al que se quiere sepultar. ¿Mensaje violento?

¿Acaso es el Estado Profundo, en el que también despachan los jefes del Narco en complicidad con grandes políticos y algunos financieros que les lavan sus dineros, el que se resiste a que les ponga fin de sus privilegios?

Sea cual fuere la respuesta, la del Estado débil y agachado que enarbola la estrategia del fuchi, guácala y que espera que las mamás indignadas sometan a sus narco-vástagos, o la del Estado que es desafiado por los enraizados intereses narco-políticos de un cártel, el gobierno del presidente López Obrador está obligado a replantear su estrategia de seguridad.

Insistir desde la bondad mezclada con ingenuidad que se prefirió ceder a la amenaza, para evitar el baño de sangre de la población, es mostrarle a otros cárteles, y políticos que los patrocinan, el camino para ser los dueños de México. Hay que frenar el quiebre.

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