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14 de agosto 2025

14 de agosto 2025

¡Que alguien me explique!

Y Andy se volvió su Talón de Aquiles

Está claro que los temores que me compartió Andrés Manuel López Obrador tenían su fundamento: sus hijos se convirtieron en su enorme Talón de Aquiles, su punto débil que hoy está cobrando una muy elevada factura

Por Ramón Alberto Garza

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Corrían los primeros días de agosto de 2018, cuando Andrés Manuel López Obrador ya había sido declarado “presidente electo”, tras su incuestionable victoria del 2 de julio.

Fue entonces que me invitó a tomar un café en sus oficinas de campaña de Morena donde continuaba despachando. Sí, las mismas que más tarde nos enteraríamos que se las prestó Manuel Bartlett. Ya sabemos a cambio de qué. De un poquito de huachi-diésel.

El tabasqueño, ya empoderado, se veía entendiblemente feliz, satisfecho de que después de dos intentonas en 2006 y en 2012, en esta su tercera elección presidencial del 2018 cumpliera su sueño de instalar su proyecto de la Cuarta Transformación en Palacio Nacional.

Entre sorbos de café le pregunté en qué se le podría apoyar al momento que se sentara para ocupar la Silla del Águila. Me pidió que fuera -como siempre- transparente al compartirle todo lo negativo que escuchara de su gobierno. Pero en particular me hizo hincapié en sus hijos. “Mira, mis adversarios van a querer que tropiece y creo que van a querer darles tentaciones a mis hijos para perjudicarme”, me dijo. “Yo los eduqué en la honestidad, en la justa medianía, pero siempre hay quienes pueden encontrar por dónde tentarlos. Te pido que en este renglón me apoyes para que cualquier irregularidad que veas de mis hijos me la hagas saber”.  Le dije que sí, que por el bien de su gobierno, que entonces tantas esperanzas despertaba, contara con que así lo haría.

Estaba claro que, como presidente, Andrés Manuel López Obrador sabía que José Ramón, entonces de 37 años, Andy, entonces de 32 años y Gonzalo, de 27 años, serían un blanco perfecto para crear conflicto, para exhibirlo y desacreditarlo. Después de todo, como político priista que algún día lo fue, López Obrador vivió de cerca cómo otros vástagos presidenciales, como algunos hijos de Echeverría o como José Ramón, el orgullo del nepotismo de José López Portillo, terminaron manchando la biografía de sus padres con sus negocios al amparo del poder y del tráfico de influencias. Ni qué decir de Manuel Bribiesca, el hijo de Marta Fox, quien de la mano de algunos amigos se adueñó de innumerables negocios en Pemex, en el SAT, pero, sobre todo, capitalizó su genética -y el poder de su padrastro Vicente Fox- para apoderándose de las aduanas, en donde incentivó el contrabando de textiles y de calzado barato contrabandeado desde China.

Estaba claro, en aquel café con el presidente electo -en agosto de 2018- que él no quería repetir esas experiencias que dejaron marcados, de por vida, a sus antecesores. Esta es la foto que signó aquella plática.

Pasaron los meses sin mayores sobresaltos, hasta que apareció por ahí la instalación de la fábrica de chocolates Rocío -nombre en honor a la madre de sus hijos- una empresa que, apoyada con iniciativas públicas del Bienestar, pretendió ser el negocio legítimo de los López Beltrán. Pero la tentación de operar el poder con el popular apellido presidencial, aunado a las ambiciones naturales de prosperar por su cuenta a cualquier precio, acabaron por destruir en aquellos jóvenes las lecciones de la justa medianía, si es que algún día las aprendieron. Se volvieron juniors mirreyes, como aquellos hijos de los prianistas que tanto despreciaban.

Hasta antes de febrero de 2020, en que tuve el último contacto directo con el presidente López Obrador, lo único que pude llevarle sobre sus hijos fueron dos casos. Uno, las operaciones que ya eran vox populi en el mundo de la energía con Carolyn Adams, su nuera radicada en Houston, esposa de José Ramón. Y dos, algunos incipientes negocios de contrabando en los que involucraban a Andy con el muy cuestionado director de Aduanas, Ricardo Peralta Saucedo y el coyotaje de cancelación de impuestos en un SAT, la poderosa dependencia en la que Andy logró colocar a dos o tres de sus mejores amigos.

A partir de aquel 2020 comenzó la danza de los conflictos de interés y de los negocios turbios hechos al amparo de favores corporativos y de amigos incondicionales de los juniors presidenciales que buscaron su sombra para enriquecerse insultantemente.

El primer gran escándalo, que fue la gran maldición de los López Beltrán, fue el de la famosa Casa Gris de Houston, rentada a José Ramon y a su esposa Carolyn Adams, por el directivo de una corporación texana que tenía millonarios negocios con Pemex. Al menos, mediáticamente, acabó por empatar con el escándalo de la Casa Blanca de Enrique Peña Nieto y de Angelica Rivera.

A partir de ahí comenzaron a aparecer amigos de los López Beltrán que se prestaban como fachada para ganar licitaciones a modo, lo mismo en el suministro de balastro para el Tren Maya, movimientos de tierra y otros trabajos en la construcción del aeropuerto Felipe Ángeles, contratos jugosos con CFE y Pemex, tráfico de medicamentos  en la pandemia y ni se diga de su mano ancha en aduanas, lo mismo con Ricardo Peralta que con Rafael Marín Mollinedo. La foto publicada como primicia por Código Magenta, en el restaurante Pappadeaux de McAllen, que exhibía a José Ramón con el director de Aduanas, gestionando negocios con dos amigos de los López Beltrán, es una contundente prueba de esa influencia.

Hoy, a casi un año de la salida del primer gobierno de la Cuarta Transformación, y a ocho años de aquel encuentro con el entonces “presidente electo”, en la casona de Morena, está claro que los temores que me compartió Andrés Manuel López Obrador tenían su fundamento. Sus hijos se convirtieron en su enorme Talón de Aquiles, su punto débil que hoy está cobrando una muy elevada factura en vástagos que abandonaron la humildad y la sensatez para conducirse con decoro en la vida. Si el hombre de apellido López Obrador buscaba ser quien acabara con la corrupción en México, sus hijos se encargaron no sólo de boicotearlo, sino de exhibirlo como un padre que fue incapaz de someter las ambiciones de su descendencia, para que transitaran por su sexenio sin conflicto de poder, sin abrir una ventanilla de cobros, de facturación mal habida, de contrabando de combustibles. Los nombres de Amílcar Olán, Marath  Baruch, Daniel “El Gallo” Asaf, Mario Mabarak y Ricardo Pacheco son -entre otros juniors y mirreyes de la nueva política de la izquierda mexicana- ejemplos vivientes de esa corrupción, de esa ambición desmedida, de sus absurdas creencias de que ese clan sería siempre invisible, siempre intocables, siempre impunes.

Los que todavía están cerca de Andrés Manuel López Obrador dicen que, en estos días, está sobradamente indignado. Más que molesto, enfurecido, porque su proyecto político de heredarle a su hijo del mismo nombre su legado político se hizo añicos. Andy mismo se encargó de boicotearlo.

Su viaje a Japón y sus secuelas de explicaciones torpes y soberbias para justificar esos lujos en hoteles y restaurante de cinco estrellas, acabaron por sepultar la aspiración del delfín de los López Beltrán, quien ya incluso dentro de Morena acumula un amplio club de detractores. Hoy, Andy es, de la mano de Adán Augusto López y de Audomaro Martínez -el Clan Tabasqueño- la trifecta transformada en el peor lastre para el partido en el poder. Ni la presidenta Claudia Sheinbaum pudo salir a defenderlo. Triste final de una herencia que Andrés Manuel López Obrador buscó que fuera pura, impoluta, trascendente, aunque cayó en la tentación de prolongar la estirpe política instalando a su hijo Andy al frente de Morena -algo que nunca hicieron los prianistas-. Pero el junior altanero y petulante ya dinamitó su camino rumbo al 2030. Otra de las herencias malditas.

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