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Testigos silenciados

México vive el peor de los cinismos judiciales. Los corruptos están vivos y en muchos casos andan sueltos, mientras que aquellos con el valor civil de delatarlos, se suicidan, los secuestran y matan, o los desaparecen

Por Ramón Alberto Garza

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México vive el peor de los cinismos judiciales. Los corruptos están vivos y en muchos casos andan sueltos, mientras que aquellos con el valor civil de delatarlos, se suicidan, los secuestran y matan, o los desaparecen.

El caso de los testigos protegidos en el caso de corrupción que involucra al ex gobernador de Tamaulipas, Eugenio Hernández, tipifica con toda claridad lo podrido que está el aparato de la justicia en nuestro país.

Cuatro de los cinco hombres que dieron testimonio de los enjuagues para que el mandatario tamaulipeco adquiriera a precio de regalo mil 600 hectáreas en el puerto de Altamira, solapado por presuntos prestanombres, ya no existen.

Ramiro Higuera Martínez, operador de la inmobiliaria de Fernando Cano que vendió los terrenos a la inmobiliaria de Alberto Berlanga, oportunamente se suicidó en mayo del 2014 en el Palacio de Gobierno de Tamaulipas.

Casimiro Mora Vázquez, asesor financiero de Alberto Berlanga, fue plagiado y descuartizado en junio de 2016.

Edgardo López Munguía fue plagiado y asesinado en agosto de 2016. Era el comisionado para proteger a Alberto Berlanga en la compra de los predios a Fernando Cano.

Y Aurelio Parra Bustos, chofer y asistente de Fernando Cano, desapareció desde noviembre de 2016.

Demasiadas coincidencias para que personajes tan claves, ya dispuestos a rendir declaración jurada, desaparezcan del mapa para que no cumplan con la indagatoria que inculparía al poderoso.

Demasiada oportunidad para que tres de los cinco testigos protegidos sean secuestrados, abatidos o desaparecidos, en un lapso de apenas cinco meses, cuando el escándalo está por entrar en ebullición nacional y la sentencia condenatoria.

Ni en el script de una película barata de terror se daría una trama así, por burda, por evidente, por delatora de que lo que se intenta es quitarle al político poderoso, al   presunto inculpado, los obstáculos para poder declararlo inocente.

Lo más alarmante y dramático es que frente a tan contundente evidencia para despejar un camino tan pavimentado de corrupción, las autoridades federales sean percibidas cruzadas de brazos.

La capacidad de indignación de los responsables de ejercer la justicia en México es nula. Ninguna condición los saca de su marasmo cómplice sin consecuencias por no ejercer lo que la ley les demanda.

¿Asustarnos porque no existe un Procurador General de la República, o un nuevo Fiscal de la Nación, o no nos alcanza para acelerarle la ruta al Fiscal Anticorrupción y hasta desdeñamos al Fiscal Contra Delitos Electorales? El Senado no tiene tiempo para esas minuncias.

Por eso pueden desaparecer, sin que alguien ponga el grito en el cielo, los cuerpos de cuatro testigos prestos a inculpar las presuntas fechorías de un gobernador como Eugenio Hernández.

Pero lo mas macabro de la historia es que con estas historias de sangre y corrupción, el mensaje que se manda a todos los ciudadanos mexicanos es que no se atrevan a denunciar y mucho menos a testificar en contra del corrupto que depreda los bienes nacionales.

El que se tenga conocimiento de cuatro muertos o desaparecidos en medio de un caso como el de Tamaulipas, sin que autoridad alguna fije alguna posición de defensa del Estado de Derecho, solo revela a favor de quien opera el sistema judicial mexicano.

Justificarán que nadie habla para mantener el mayor sigilo o respetar el debido proceso. Pero en la realidad la lección instalada en el inconsciente de los mexicanos será la de ¡Muerte a los delatores!, ¡Viva la impunidad! ¡Larga vida a la corrupción!

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