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¡Que alguien me explique!

¿Dónde está la indignación?

El presidente Andrés Manuel López Obrador hace y deshace, buscando crear una nación a su imagen y semejanza, disfrazada en las palabras como una democracia, pero que, en los hechos, exhibiéndose autócrata hasta los huesos

Por Ramón Alberto Garza

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El presidente Andrés Manuel López Obrador hace y deshace, buscando crear una nación a su imagen y semejanza, disfrazada en las palabras como una democracia, pero que, en los hechos, exhibiéndose autócrata hasta los huesos.

El inquilino de Palacio Nacional le tiene bien tomada la medida a lo que el viejo sistema político engendró: una mayoría miserable, escasamente educada, que busca el beneficio de un cheque mensual por encima de sus libertades. Ése es el “pueblo bueno y sabio” al que tiene secuestrado el Jefe de la Nación, frente al silencio y la inacción de quienes podrían hacer algo para evitarlo.

Porque ningún ciudadano sensato, con tres dedos de educación, con el mínimo sentido común, puede tolerar ese estilo personal de gobernar desde un pedestal mañanero, en donde dominan el odio y el rencor, donde afloran los traumas personales de un pasado que busca su lugar en la historia, confrontarse con todo y con todos.

El presidente López Obrador ya perdió el menor recato para exhibir su tez de dictador, que exige lealtad incondicional a quienes le rodean, aún para suicidarse políticamente.

Manda al diablo a las instituciones, se mofa de que no le salgan con que “la ley es la ley”, desdeña la separación de poderes, arremete contra todo el que mínimamente disiente de su pensar, le impone una etiqueta de enemigo a quien no opine como él.

El presidente López Obrador está tan perdido, que cree que puede ser el dueño de una realidad que solo se concibe en su mente, pero que la busca imponer sin escrúpulos al país entero.

Él decidió proteger a un cártel, él decidió darles todo el poder y el presupuesto a los militares, él decidió que el dinero del narcotráfico y la opacidad de las obras verde olivo se convirtieran en el financiamiento oscuro para que su partido se perpetúe, después del 2024, en el poder.

Él decidió que ni el Instituto Nacional Electoral, ni el Insabi, ni el Conacyt, ni los organismos autónomos para alentar la competencia, tienen valor porque no se pliegan a sus caprichos. Hay que desaparecerlos.  

Para él, la transparencia en las cuentas públicas es un arma de “los conservadores”, de sus adversarios, y jamás sabremos cuánto de verdad se gastó en Dos Bocas, en el Aeropuerto Felipe Ángeles o en el Tren Maya. Mucho menos en Sembrando Vida, el Banco del Bienestar o las becas para los Ninis. Todo está hermética y corruptamente cerrado al acceso público. Decidió cerrar los ojos frente a una corrupción excesiva que ya no se puede esconder.

El presidente López Obrador se presume demócrata, pero él es la única aduana que valida quién puede conseguir la etiqueta morenista de “corcholata”, para aspirar por su bendición a una oportunidad muy dispareja de ser el candidato o la candidata presidencial rumbo al 2024. Aunque todavía no sean los tiempos legales electorales, aunque él no esconda su favoritismo por la candidata y el INE se haga de la vista gorda.

Para él, Salinas, Fox, Calderón y Peña Nieto, además de Rosario Robles, Juan Collado o Emilio Lozoya son corruptos. Pero en su lista jamás incluirá a Manuel Bartlett y señora, Rocío Nahle y marido, mucho menos a Ignacio Ovalle, su amigo al que se le “desaparecieron” 15 mil millones de pesos de Segalmex, destinados a alimentos básicos y leche para el pueblo bueno y sabio. Tampoco desde Palacio Nacional hará algo por aclarar el doble plagio de tesis de su propuesta ministra Yasmín Esquivel o de las “travesuras” de su protegido Ricardo Peralta.

Solo él, el inquilino de Palacio Nacional, decide sin consensuar que debemos pelearnos con los socios comerciales de Estados Unidos y Canadá, lo mismo que con España y con Perú para alinearnos con Cuba, Venezuela, Rusia, China, Nicaragua y Bolivia.

Y en el colmo del descaro, asumiendo que todos somos un hato de idiotas, decirle al mundo que en México no se produce el mortal Fentanilo, cuando somos la capital mundial de esta droga. ¡Cuánta ingenuidad o cuánta perversidad!

Pero, frente a esta colosal afrenta de corte tiránico, que definirá en unos meses el futuro de nuestra patria, la pregunta de fondo es: ¿En dónde está la capacidad de indignación de una nación de la dimensión de México? ¿Por qué los sectores políticos, empresariales, académicos, intelectuales -todos con capacidad de cuestionar- mantienen un pobre nivel de reacción frente a lo que son evidentes atropellos de quien ya se siente inequívoco, inobjetable y que desprecia sin pudor la Ley?

La oposición política no alcanza a asumir el tamaño para mostrar un rostro que desafíe la barbarie política en la que estamos. El empresariado prefiere flotar en los buenos números de la macroeconomía y de sus muy elevadas utilidades, confiando en que muy pronto pasará la pesadilla. Y los sindicatos postrados, los académicos amordazados, sin que se geste hasta hoy alguna voz del equilibrio.

Pero, frente a cualquier injusticia, la primera gota que debe aparecer es la capacidad de indignación. ¿Tendremos los mexicanos la dignidad suficiente para mostrarla? ¿O por temor o apatía ya claudicamos a luchar por recuperar el Estado de Derecho?

Hoy, sólo la Suprema Corte de Justicia se instala como baluarte de la legalidad. ¿Alguien más que se apunte para que la Nación no se nos vaya de entre las manos?

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