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¡Que alguien me explique!

De Mesías y Fariseos

El Coronavirus es la lepra de nuestros días. Y el saldo de los más de 74 mil muertos exige que el presidente López Obrador obre el milagro de mandar al Santo Sepulcro al epidemiólogo Hugo López Gatell.

Por Ramón Alberto Garza

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Si Jesús se hubiera dedicado todos los días a ir al Templo para destruir las mesas de cambio, a fustigar a los mercaderes con látigos y a despreciar con su enojo a los fariseos, la religión católica no existiría.

Eso lo debería de tener en cuenta el presidente Andrés Manuel López Obrador, tan proclive a invocar, como el César que es, las cosas de Dios.

Porque ni en los días del Cristo, como tampoco en los de hoy, la ira y el enojo deben imponerse a quien proclama el amor al prójimo como la insignia espiritual de su prédica.

Por desgracia el inquilino de Palacio Nacional fabricó con su sermones mañaneros un Gólgota, un Calvario desde donde crucifica con clavos de odio a todo aquel que se le opone, aunque insista en vano que su fuerte no es la venganza.

Desde ese diario tribunal y cual moderno Caifás –jefe del supremo Sanedrín- el presidente López Obrador le da vida diaria a la famosa frase de aquel Sumo Sacerdote que condenó a Jesús: “…conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación”.

Pero también desde ese púlpito de los monólogos, el mandatario se transforma en un moderno Pilatos que se lava las manos y prefiere soltar al Ovidio Barrabás –el ladrón- y mandar crucificar a los Nazarenos que no comulgan con su credo o con su ocurrencia del día.

Olvida el presidente López Obrador que el cristianismo que tanto dice profesar fincó sus creencias no en el azote y el flagelo, no en la condena y la ira, sino en los milagros.

Y para eso el presidente López Obrador tendría que releer la Biblia. Para recrear los milagros sobre los que Jesucristo despertó la fe de su tiempo y sobre los cuales logró levantar su Iglesia.

El primero de esos milagros que tendría que recordar sería el de calmar la tempestad. (Mateo 8; 23-27). Como lo hizo el Mesías cuando sus discípulos creían que su barca naufragaría.

Si quiere repetir, como Jesús, aquello de “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?”, el mandatario tendría que levantase, reprimir a los vientos y al mar, y hacer grande la bonanza. No crear tempestades.

Pero en medio del enorme drama –el nacional y el global- el Mesías no calma las aguas. Por el contrario, con un guiño mañanero levanta el oleaje y desdeña aquello que podría recuperarle a México su crecimiento. O al menos mitigar la tempestad, de la que aun estamos por enfrentar su peor azote.

Otro milagro que tendría que recordar el inquilino de Palacio Nacional es el de la multiplicación de los panes y de los peces (Mateo 14: 13-21).

En medio de la gran crisis global, agravada por el cuestionado manejo nacional, los incentivos se niegan, la producción decrece, la recaudación cae, el presupuesto se reduce. Los panes y los peces escasean. El hambre se asoma.

Por eso el presidente López Obrador estaría obligado a ver otro de los milagros de Jesús, el de la resurrección de Lázaro de Betania. (Juan 11: 38-44).

Y tendría que descender a los sepulcros de la economía para decirle a los indicadores que tanto desprecia: “PIB, levántate y crece”. Solo así el pueblo recuperaría algo de la fe perdida.

Ni que decir en estos tiempos de pandemia sobre la urgencia de repetir el milagro de la sanación al leproso. (Mateo 8: 1-4).

El Coronavirus es la lepra de nuestros días. Y el saldo de los mas de 74 mil muertos exige que el presidente López Obrador obre el milagro de mandar al Santo Sepulcro al epidemiólogo Hugo López Gatell.

Mientras este fariseo de la medicina esté al frente del combate a la pandemia, no habrá milagro que alcance. Como tampoco habrá suficientes tratamientos para los niños que sufren por cáncer.

Pero sin duda el milagro que debe de revisar con mayor urgencia es el de devolverle la vista a los ciegos (Mateo 20: 29-34).

Y así como el presidente López Obrador le está abriendo los ojos a los mexicanos para exhibir la corrupción y la impunidad que imperó en el pasado –digno de aplaudirse- también está obligado a recuperar la vista y reconocer los desaciertos de su gestión.

Sin ese milagro, continuará dando palos de ciego, negado a ver la realidad.

Porque aquí, como dicen las escrituras: “No hay peor ciego, que el que no quiere ver”.

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