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21 de noviembre 2024

18 de enero 2022

¡Que alguien me explique!

Echeverría 100

Luis Echeverría Álvarez cumplió 100 años. Pero más allá de su genética, de sus hábitos alimenticios y deportivos, aún con esos 100 años a cuestas, su herencia política continúa marcando rumbo en nuestro país

Por Ramón Alberto Garza

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Luis Echeverría Álvarez cumplió 100 años. El que fuera presidente de 1970 a 1976 está instalado en la historia como el mandatario mexicano más longevo.

Pero más allá de su genética, de sus hábitos alimenticios y deportivos, aún con esos 100 años a cuestas, su herencia política continúa marcando rumbo en nuestro país.

Sin temor a equivocarnos podríamos decir que, desde 1958, en pleno sexenio del presidente Adolfo López Mateos, dos dinastías políticas son las que dominaron -incluso hasta hoy-  lo que sucede en México: los Echeverría y los Salinas.

La Dinastía Echeverría acuñó el destino de una izquierda que lo veneró frente a sus afanes nacionalistas y estatizadores, así como por su fervor a los líderes socialistas.

Desde Fidel Castro hasta Salvador Allende, pasando por todo el elenco del llamado Tercer Mundo. Echeverría siempre aspiró a ser su líder moral y formal. La Carta de Derechos y Deberes fue su herencia.

La Dinastía Salinas también se insertó en la primera fila de la política desde el sexenio lopezmateísta, cuando el patriarca ocupó la Secretaría de Industria y Comercio.

Fue el clan que se forjó como la contraparte neoliberal, la que fue preparada en las universidades norteamericanas para impulsar las grandes privatizaciones, todas a contracorriente de la ola estatista de Echeverría. El Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá fue la culminación de su proyecto.

Pero esa es una larga historia de la disputa de los clanes Echeverría y Salinas -la que marcó al México que hoy vivimos y padecemos- digna de ser reseñada en un libro.

De Echeverría solo alcanzaremos a decir que, por más hombre de izquierda que se mostrara, la realidad es que se forjó desde finales de los 50 como espía al servicio de Winston Scott, el jefe de la CIA en México.

Su clave era Litempo 8. Y en ese selecto grupo de espías mexicanos, al servicio de Washington, también se incluían Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Fernando Gutiérrez Barrios. Tres de los cuatro fueron presidentes.

Echeverría siempre hizo mancuerna con Gutiérrez Barrios. Juntos operaron la intranquilidad social de médicos, maestros, obreros y campesinos, en un afán por garantizar la candidatura presidencial de Díaz Ordaz, por encima de la de Raúl Salinas Lozano. La política antes que la tecnocracia.

Y ya instalado en Gobernación, en el sexenio diazordacista, Echeverría y Gutiérrez Barrios fueron muy hábiles para venderles a los norteamericanos el miedo suficiente para temer que el estallido estudiantil de 1968 fuera la gran escalada comunista que había que contener.

Echeverría fue el candidato, dejando en el camino a Antonio Ortiz Mena. De nuevo, la política desplazando a la tecnocracia.

Ya instalado en Palacio Nacional emergió el auténtico Luis Echeverría. Un megalómano, autoritario y ególatra que trastocó el modelo político y económico que impulsó el crecimiento de México, durante dos décadas, del llamado Desarrollo Estabilizador.

Bajo su presidencia, la confrontación con el sector empresarial se dio sin cuartel. Como muestra, ahí están los asesinatos de Eugenio Garza Sada en Monterrey y de Fernando Aranguren en Jalisco, que anticiparon su debacle política. Ambos perpetrados con días de diferencia.

Y eso solo pudo darse porque Echeverría buscó siempre el perdón de sus pecados del 68, tratando de congraciarse con las juventudes más radicales, entre las que se incluían a los militantes de la llamada Liga Comunista 23 de Septiembre.

El asilo político que su gobierno le dio a los chilenos, huérfanos de Salvador Allende, en septiembre de 1973, marcó muy anticipadamente el principio del fin de un sexenio que acabó en crisis, con la primera devaluación del peso desde 1952.

El cierre de aquel gobierno se caracterizó por la invasión de tierras en el noroeste de México, considerado el granero del país, por la nacionalización de múltiples industrias y el desprecio a la libertad de expresión con el golpe al Excélsior de Julio Scherer García. El Estado rector y opresor.

Díaz Ordaz, su antecesor, siempre se dijo arrepentido de haber elegido a Echeverría como su sucesor. Y lo exiliaron como embajador en España.

Y su sucesor, José López Portillo, renegó de aquel Echeverría -su amigo fraterno desde la Universidad- desde el instante mismo en que fue investido como candidato presidencial. López Portillo pactó con el gran capital y Echeverría se fue de embajador a las Islas Fiji.

A partir del gobierno de Miguel de la Madrid, la tecnocracia y el neoliberalismo sentaron sus reales. Los Salinas, con Carlos al frente, por fin se instalaron en Los Pinos. Durante los primeros cuatro años, Gutiérrez Barrios en Gobernación fue el garante de un pacto de dinastías.

El quiebre de 1994 en Lomas Taurinas, con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, transita por la disputa de esas  dinastías.

Simplemente los políticos, los echeverristas, ya no estaban dispuestos a vivir marginados, en el ostracismo, con otro sexenio tecnócrata, de cuño salinista.

Y si bien en el sexenio de Zedillo, la tecnocracia sobrevivió en lo económico, en lo político el antisalinismo -manifestado en el encarcelamiento de Raúl y el autoexilio en Irlanda de Carlos- acabó abriéndole espacios a los echeverristas.

Con Fox, Calderón y Peña Nieto, la Dinastía Salinas recuperó pisada. Se reactivaron las privatizaciones y las reformas estructurales, pero el desengaño azul, y la cómplice corrupción prianista, echó por la borda el retorno de la tecnocracia.

Con su victoria del primero de julio del 2018, impulsada desde su marcado antisalinismo, Andrés Manuel López Obrador reinstaló la política, el populismo y la creciente rectoría del Estado, como los ejes de un gobierno inspirado en los mejores días de Echeverría.

Desde su residencia en San Jerónimo Lídice, el llamado Vendaval de la Guayabera espera sus últimos días, asfixiado entre disputas familiares y esperanzado a que el juicio de la historia le reconozca lo que siempre quiso ser y jamás alcanzó.

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