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7 de enero 2019

Expedientes

Quinto divorcio: El Nuevo Establishment

El sexto divorcio

La crisis de 1987 obligó a Miguel de la Madrid a inclinar la sucesión hacia quien consideraba sabría manejar el debilitado presupuesto, su secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari. El nuevo presidente nos llevó a un matrimonio con el llamado nuevo establishment económico y político

Por Ramón Alberto Garza

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La nueva crisis de 1987 obligó a Miguel de la Madrid a inclinar la sucesión hacia quien consideraba sabría manejar el debilitado presupuesto, su secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari.

Con apenas 39 años de edad, el hijo de Raúl Salinas Lozano, secretario de Industria y Comercio en el sexenio de López Mateos, era visto como un neoliberal educado en los claustros de la ortodoxia económica norteamericana.

La histórica disputa entre los Echeverría y los Salinas -que se dio cuando Díaz Ordaz envió al congelador político a Raúl Salinas padre y se repitió cuando López Portillo lo rescató a petición del Grupo Monterrey para devolverlo a la política- hizo crisis en la selección de Salinas como candidato.

Echeverría no aceptaba que el péndulo se mantuviera por tercer sexenio consecutivo –López Portillo, De la Madrid y ahora Salinas- en la derecha. Y mucho menos en manos del hijo de su archirrival político, Raúl Salinas Lozano.

Por eso desde su residencia de San Jerónimo, Echeverría instigó la escisión del PRI. Y lo hizo de la mano de dos líderes de izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, creando la llamada Corriente Democrática.

La fractura tricolor no era un sueño idealista desde la izquierda priista que buscaba rescatar el poder. Venía apuntalada con la chequera del sindicato petrolero y de su poderoso líder, Joaquín Hernández Galicia, alias “La Quina”, y del brazo electoral del Sindicato de Maestros, con su también poderoso dirigente, Carlos Jongitud Barrios. El llamado viejo PRI se resistía a ser sucumbir una vez mas frente al nuevo PRI, el neoliberal.

Y a pesar de una cuestionada elección, Carlos Salinas se instaló en la presidencia para gestar la quinta revolución de expectativas, posterior a las de Calles, Cárdenas, Alemán y Echeverría. Quizá la de mayor impacto en la reconfiguración de la Nación en el ocaso del siglo XX.

Porque a diferencia de sus antecesores, que solían ser excluyentes, Salinas entendió que para tener éxito, debía sentar a la mesa a la Iglesia, a los militares y a los empresarios. La fe, la esperanza y la caridad volverían a ser las piezas clave de la gran refundación nacional. Un nuevo establishment aparecía en el horizonte político y económico de México.

Por eso se reestablecieron las relaciones con el Vaticano. Por eso se les devolvió a los militares el derecho de participar en política. Por eso se gestó una nueva élite empresarial, con la gran privatización de la Banca, las telecomunicaciones, los medios de comunicación y muchas grandes empresas estatales.

Para Salinas el nuevo mantra económico ya no radicaba en el dólar, ni en el petróleo. Tampoco en la Bolsa de Valores. El nuevo fetiche para el despegue del desarrollo lo sería la apertura económica y comercial.

Sería la globalización, apuntalada desde un Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá, la que rescataría a México de su marasmo y lo reinsertaría entre las grandes economías mundiales.

Las tesis del neoliberalismo económico promovidas desde el  llamado Reaganomics, y reforzadas durante los gobiernos de los Bush y de Clinton, servirían para catapultar al nuevo México a un futuro prometedor.

En lo político, un Carlos Salinas decidido a acabar con los últimos vestigios del viejo PRI para asumir de pleno el poder, reemplazaba a La Quina por Carlos Romero Deschamps y a Jongitud por Elba Esther Gordillo.

Y a la Oposición, en particular al desafiante PAN, la apaciguó con una serie de concertaciones políticas que diseminarían el color azul por media docena de gubernaturas.

Pero los detractores del neoliberalismo, con Luis Echeverría al frente de esa Nomenklatura priista, operada desde las sombras por Fernando Gutiérrez Barrios, tejían en silencio su reivindicación. Y esperaban que el péndulo sucesorio de 1994 los favoreciera.

Y cuando Salinas comenzó a dar indicios de que su sucesor sería Luis Donaldo Colosio, una creación política a su imagen y semejanza, esa Nomenklatura instigó el quiebre del modelo.

Coincidencia o no, a partir la salida de Gutiérrez Barrios de la secretaría de Gobernación, en enero de 1993, los demonios se desataron sobre el sexenio salinista, hasta ese momento invicto, exitoso, admirado y ejemplar para el mundo.

El asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, el 24 de mayo de 1993, intentó destruir la incipiente relación que el salinismo había restablecido con el Vaticano. La fe era trastocada.

Y solo la posibilidad de que un político como Manuel Camacho Solís fuera el candidato del PRI, congeló por unos meses el desasosiego de los echeverristas.

Pero la postulación de Colosio el 28 de noviembre de 1993 enfureció a la Nomenklatura, que volvió a reaccionar con violencia.

Y el Ejército Zapatista fue la respuesta para expresar esa furia. Una declaración de guerra que alteraba los equilibrios del salinismo con los militares. La esperanza era trastocada.

Confiados en que el pacificador Camacho podría suplir a Colosio como candidato, los echeverristas esperaron en vano el relevo. Un inesperado pacto entre ambos detonó la ira final de aquella Nomenklatura.

Y el 24 de marzo de 1994, en Tijuana, fue asesinado el candidato Colosio. La bala que segaba su vida fue disparada por aquellos que veían en su candidatura la eventual reelección de Salinas.

La inestabilidad política gestada por la triada de sucesos violentos –Posadas-Zapatismo-Colosio – desequilibraba la economía y buscaba romper el tercer equilibrio del modelo salinista. Su relación con el capital. El nacional y el internacional.

El quinto divorcio, el del matrimonio gestado por Carlos Salinas con el llamado nuevo establishment económico y político, estaba en marcha.

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