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Emboscados

No podemos ignorar una realidad que se va extendiendo y que coloca en condición de vulnerabilidad a nuestras Fuerzas Armadas

Por Ramón Alberto Garza

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Como millones de mexicanos suscribo el principio del respeto a nuestras Fuerzas Armadas –Ejército y Marina- como garantía de la salvaguarda de la seguridad nacional.

Histórica y mayoritariamente sus uniformes están presentes en el resguardo de la tranquilidad ciudadana, de los bienes de la nación y sobre todo en los desastres naturales.

No en balde cuando se interroga a la ciudadanía sobre aquellas muy contadas instituciones a las que todavía se les tiene aprecio y respeto, los militares y los marinos aparecen en los primeros sitios.

Pero dicho con respeto lo anterior, no podemos ignorar una realidad que se va extendiendo y que coloca en condición de vulnerabilidad a nuestras Fuerzas Armadas.

Y esa condición es la de cometer el enorme error histórico de convertir -de facto- a la secretarías de la Defensa y Marina en operadores cotidianos de la seguridad pública nacional. Analicemos.

La máxima suprema que desde el final de la Revolución Mexicana imperó en nuestro país fue la de “el Ejército en los cuarteles”.

Solo en ocasiones muy contadas de amenazas a la paz pública, en operativos específicos como en algún combate quirúrgico al narcotráfico o ante desastres naturales y, por supuesto, en los desfiles, veíamos uniformes verdes en las calles.

Pero por una u otra razón, los dos primeros gobiernos panistas decretaron una guerra abierta–sin estrategia clara– contra el crimen organizado. Y abrieron con ello una Caja de Pandora que hoy nadie se atreve  a cerrar.

Y ante la laxitud con la que los gobernadores manejaban sus cuerpos policíacos, convertidos en su mayoría en maquinarias de extorsión al servicio del crimen organizado, decidieron entregar la custodia del resguardo cotidiano al Ejército primero y a la Marina después.

Fue así como en los últimos tres sexenios –Fox, Calderón y Peña Nieto- los mexicanos nos acostumbramos a ver en las carreteras convoyes militares, y en las ciudades convulsas la responsabilidad de una corrupta policía local suplida en su totalidad por militares.

Pero la condición humana es ineludible, y las tentaciones aparecieron en aquellos militares que, traicionando su uniforme, acabaron convertidos en protectores, operadores y hasta en jefes al servicio de cárteles.

Y es ahí donde vino el quiebre. Cómo distinguir aquellos militares mayoritariamente heroicos, de aquellos pocos, pero muy perversos y poderosos, que transformaron su uniforme en blindaje impune y criminal.

Cuando algún día se conozca la verdad de los desaparecidos de Ayotzinapa, de las masacres en Tlatlaya o Tanhuato, o incluso de algunas de las cada vez más frecuentes emboscadas, emergerán algunas de esas historias de uniformes manchados de hierba, polvo, goma y sangre.

Son historias que en las altas esferas de la inteligencia nacional e internacional ya se conocen, con protagonistas bien identificados, pero que frente al temor de desacralizar a las instituciones militares nacionales, se prefiere ignorar y ocultar.

Pero eso solo puede darse cuando el gobierno civil vive una fragilidad institucional en la que –en efecto– todos tienen miedo de lanzar la primera piedra. Les aterran las consecuencias.

Por eso, al final del día, los emboscados somos todos.

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